jueves, 8 de noviembre de 2007

2. El verano antes de la oscuridad

La serenidad de Bárbara Doménec ante lo que sucedió, lo que está sucediendo, lo que va a suceder (aunque no tengo idea de qué podrá ser, o cómo va a ocurrir) me sorprende y en cierto modo, es una de las pocas cosas que me ha ayudado a mantener la calma.

Y no sólo a mí.

Ahora mismo la miro en su silenciosa vigilia, mientras prepara lo que hará falta para la misión que tal vez no conduzca a ningún lado, pero si siente miedo -- y no hay manera de que no lo sienta, aunque no lo diga, ninguno lo hagamos- no lo deja ver. La veo revisar todas las provisiones que Marlene y Alejandra han traído de sus casas y la veo hacer vendajes con sábanas, mientras Nicolás y Ricardo preparan lo poco que tenemos que puede ser un arma -- armas... cortineros, cuchillos de cocina, instrumentos de asador, tablones. Vi el horror en los ojos de Juan Luis la primera vez que se mencionó la palabra "armas"- y comprendo que esto es, aunque no lo digamos nadie al reunirnos mientras las sombras crecen entre la niebla que nos envuelve, una guerra.

ººº

El verano había estado resultando estupendo, así me lo dijo Juan Luis la noche que Ricardo y yo llegamos a su casa y nos instaló; el joven Reyes en la habitación que doblaba como "estudio" para nuestro amigo y yo en el sofá cama que ya conocía bien de visitas anteriores.

- Hemos tenido un clima estupendo. Veinticinco grados todos los días y la marea muy tranquila... Claudia y yo vamos a nadar seguido. Es el mejor verano que hemos tenido desde que venimos aquí.

Salimos a caminar los tres por ahí, mientras Bárbara llevaba a Claudia a jugar con sus amigos de la isla, los hijos de Nicolás y Alejandra. No es que hubiera mucho qué ver en Finisterre, pero en la plazoleta había un bar (el Regata) operado por una pareja alemana - Heinrich y Susanne- que vivía en la isla todo el año y Nausicaa, una librería de segunda mano, cuya dueña era una joven viuda llamada Laura Baxter.

A Laura me la presentó Juan Luis en mi primera visita y posteriormente estuvo presente en las cenas en casa de los Doménec y en los asados impromptu de Gabri y Marlene. Ella también venía de la ciudad y su marido, mucho mayor que ella, John Baxter, era un arquitecto y restaurador que había muerto hacía algún tiempo. Fue acompañándolo, que ella había encontrado la isla y pusieron la librería con gran parte de los volúmenes que habían encontrado en la casa que compraron.

- Era una biblioteca enorme,- nos contó una noche, sus ojos oscuros fijos en la copa de cava que tenía en la mano, una noche en la terraza de mis amigos - con muchísimos libros... así la encontramos. Algunos de los volumenes estaban comidos por la humedad y los hongos, pero otros estaban en buen estado y John decidió que pusiéramos la tienda. Había mapas y muchos escritos. Supongo que la casa pertenecía a algún marinero de rango, había motivos náuticos cuando la encontramos, pero él decidió deshacerse de casi todo. Lo que conservamos pasó a la tienda.

- Entonces era una de las casas más antiguas de Finisterre, además de las chavolas de los pescadores y de la iglesia y el hotel...

- Más antigua... sí. Aunque hay otras casas todavía más antiguas, al otro lado del bosque.

Miré a Juan Luis con curiosidad. Eso no lo sabía.

- Está el castillo, por ejemplo...

-¿Castillo?

Bárbara asintió, mientras servía el postre que habían preparado juntas Claudia y ella. - Hay un castillo precioso, en la parte norte... hay que caminar mucho para llegar ahí. Creo que está deshabitado. Es la construcción más antigua de toda la isla, supongo.

- Yo no tenía idea.

Laura me sonrió. - Debe tener más tiempo que la aldea en sí. Nadie sabe cómo lo construyeron. Pero está muy bien conservado. Quizá te gustaría ir a verlo.

ººº

Esa noche dije que sí, que me gustaría y Juan Luis dijo que podríamos planear una excursión -- ellos ya lo habían visto una vez- pero en esa estancia y en las posteriores, por cualquier razón, lo olvidábamos o lo dejábamos para después. Era más placentero permanecer frente a la bahía, tomar cerveza en el Regata, donde Hein solía tocar discos de vinilo (tenía una colección tan o más impresionante que la de Juan Luis en su apartamento de la ciudad) y Susi conversaba con los parroquianos, o seguir con los rituales habituales en la pequeña parte de la comunidad que nos correspondía. Hablo en plural, porque al llegar donde los Doménec, me sentía totalmente integrado a la rutina doméstica: de buen grado yo ayudaba a Bárbara a fregar los platos, pasaba las tardes leyendo o caminando con Juan Luis y ocasionalmente le contaba cuentos a Claudia antes de dormir, el inquietante episodio de encontrármela de pie junto a mí en la duermevela de la primera noche archivado en el olvido hasta otra ocasión.

También me gustaba ir a Nausicaa y conversar con Laura, que aseguraba que lo único que tenía a manos llenas, era tiempo para hacer eso. El olor del papel viejo era un valor agregado; nos preparaba café y lo bebíamos sentados cerca del escritorio que para ella hacía las veces de mostrador. La tarde anterior al eclipse, fue casi igual, con la excepción de que en cuanto Ricardo puso sus ojos en Laura, descubrió una sonrisa que iluminó hasta el último rincón del local de cara a la plaza, algo que fue evidente, más aún ante el ambiente tenso que había al momento que entramos, unos momentos después que un hombre obeso, de sombrero panamá y apoyado en un bastón, saliera refunfuñando.

-¿Pasó algo?- preguntó Juan Luis, después de presentarla con Ricardo y de que ella nos saludara con besos a los tres.

- Lo de siempre con ese señor. Quejas por lo del eclipse. Quejas por las decoraciones del festival del mar. Quejas por el ruido en el bar. Quejas por la gente que llega al hotel. Vinieron unos turistas africanos hace unos días y él y Madame se ofendieron terriblemente de tener que compartir comedor con ellos.

-¿Por ser negros?- pregunté, aún incrédulo de que estas cosas ocurrieran en mi entorno, presuntamente moderno y tolerante.

Laura asintió, apartándose un mechón de largo cabello negro de la frente. Vi, sin hacer un sólo gesto, que Ricardo, aún sonriente como jovencita, no podía despegarle los ojos. - Por ser negros y por ser extranjeros y por ser ruidosos y por "oler feo"... ya sabes, que con Silva siempre hay algo que está mal.

ººº

El tal Silva, del que ya me había hablado Gabri en su momento, era otro de los residentes de la isla que había llegado de fuera y se había comprado una casa, en este caso más retirada de la playa -- "Porque me hace mucho daño el sol", le dijo a Gabri que a su vez me preguntó si no resultaba absurdo que alguien con tal problema se hubiera mudado a un sitio así-. Apareció de pronto hacía poco tiempo, en compañía de una mujer a la que popularmente se le había empezado a conocer como "Madame" porque se rehusaba a hablar en otra cosa que no fuera francés, si bien, era evidente a simple vista que esa no era su nacionalidad, algo que se hacía más notorio al oírla hablar, cuando asomaba un sonsonete que era parodiado, no sin sarcasmo por el resto de la gente a la que se había esforzado en caer mal desde un principio.

-Este hombre es tu compatriota, por lo que sé,- dijo Gabri una tarde en el Regata, sentados afuera de local mientras fumaba (algo que siempre le pedía Hein, no sin un pavor que me parecía totalmente de broma) un porro y Marlene bebía un vino en la barra, charlando en alemán con Susi - pero no se parece en nada a ninguno de los compatriotas tuyos que yo haya conocido. Este hombre es un viejo amargado y quejica. Y por lo que me dice Marlene, que santa ella, se atrevió a hablarle un día de mercado, la mujer no es diferente. Tiene unas ínfulas que ya las quisiera una señora Duquesa para un día de feria...

Los vi pasar algunas veces, camino de la playa o del festival del mar, el día que me tocó estar y coincidía. Era, como dije, un hombre obeso con una cabeza extrañamente pequeña para un cuerpo descomunal ("cachalote" lo describiría Ricardo mucho después, cuando pasó el eclipse y la confusión, en la primera reunión en la plazoleta, antes que los niños...); caminaba torpemente, apoyado en un bastón, como un paquidermo que tiene que aprender a ser bípedo. La mujer que lo acompañaba era baja, patizamba y mofletuda, una criatura poco agraciada que no obstante caminaba con la nariz en el aire, como la consabida caricatura de una aristócrata. No supe en ese momento si reírme, pero el patetismo de la pareja no me fue indiferente, mirándolos ir.

ººº

Juan Luis me persuadió, cuando fue notorio que el joven Reyes no iba a prestar más que atenciones a la señora Baxter, que nos fuéramos a tomar algo al Regata, diciéndole a Ricardo que nos alcanzara cuando quisiera y reiterándole a Laura que la veríamos al día siguiente en la comida para observar el eclipse. Ella repuso mostrándole las gafas de sol - Estoy lista.

Pasamos al bar, ordenamos y mientras Susi nos traía las copas, observé la puesta de sol.

- Me gusta tu isla.

- Lo sé. Por eso estás aquí ahora, ¿no?

- Sí. ¿Qué es esto del eclipse?

- Es la primera vez en 80 años que hay un eclipse total de sol en esta parte del mundo. Será importante y divertido, todos juntos, como en esas fotos de los años cincuenta, todos con nuestras gafas...

- Ves demasiadas películas.

- Tantas como tú.

Chocamos los vasos. - ¿Crees que Ricardo regrese a casa esta noche?

- Laura es la señora Baxter, no Mrs. Robinson. Pero no tengo idea.

Nos reímos. Antes de la fiesta del eclipse, creo que esa fue la última vez que realmente me sentí feliz, realmente sereno, como quisiera sentirme ahora, entonces sentía que el verano se extendía ante mí como el mar, pero ahora no puedo ver nada con el banco de niebla.
Con las sombras.

ººº
Nicolás dice que es el momento ahora.
Bárbara se acerca a Laura, que ha permanecido toda la mañana con los ojos vendados, en la mesa del comedor, con la cabeza inclinada, no sé si en oración o si tratando de ver algo que nosotros aún no podemos, conectarse con algo intangible.

Alejandra solloza un poco y Marlene la abraza. Gabri está con Ricardo de pie en la terraza, esperan la señal. Juan Luis está con ellos, nos mira a todos, poco a poco y cuando sus ojos se cruzan con los míos, veo que no son los de costumbre. Está como yo, muerto de miedo. Quizá también anhela la serenidad de su mujer, que dulcemente le quita la venda a Laura, cuyos párpados tiemblan un poco antes de revelar sus ojos.

Laura dice - Puedo ver.

Ella nos guiará.

[continuará...]



2 comentarios:

Viviana en vivo dijo...

Ayyy. Está buenísima Miguel. Tu estilo es cautivante. Tu manera de escribir es mi modelo, es en lo que pienso cuando hago mis pequeños intentos.

Espero la siguiente entrega.

Por cierto, me halaga usted por aquello de Mrs. Robinson...

Como en botica dijo...

Me tenés atrapada, así que seguiré leyendo, como de costumbre.
Besos!
Patricia (no pude evitar una o dos sonrisas en esta entrega, como te imaginarás)