jueves, 15 de noviembre de 2007

3. Eclipse

No pasa el tiempo en Finisterre.
O sí, pero no sabemos cómo. Si es muy despacio o demasiado rápido. Si tenemos todo el tiempo del mundo, o si ya es demasiado tarde.
No podemos saberlo por nuestros relojes, inútiles desde que pasó el eclipse, todos detenidos a las ocho veinticinco de la noche del siete de julio.
Desde entonces, todo es esta bruma extraña, esta luz y no luz. Ni día, ni noche.
Es inevitable el miedo de perderse.

Nicolás dice que es absurdo temer perdernos. Pero luego añade, "todo ahora es absurdo."
No mira a nadie al decirlo, sé que piensa en sus hijos, Victoria y Alberto. Se preguntará, aunque no lo dice, si están asustados. Si tienen hambre. No sabemos cuántos días hace que se fueron los niños, pero se siente como una eternidad. Alejandra es la que habla, expresa no sólo los temores de su esposo, sino los de todos nosotros.

No sabemos cuánto ha pasado.
No sabemos hacia donde vamos.
Sólo seguimos a Laura Baxter, que camina muy despacio, con una mano extendida ante ella, una ciega guiando a los ciegos.

ººº

El día del eclipse, siete de julio, amaneció soleado y espléndido en la isla.

El tiempo para la puesta del sol había sido anunciado como las diez de la noche y el eclipse tendría lugar en nuestra parte del mundo, unas pocas horas antes. Los huéspedes del hotel podrían verlo todo desde su terraza y los veraneantes y residentes decidimos bajar a la playa para verlo todo. Después, dijo Gabri, cerraríamos el Regata -- todos de acuerdo con Hein y Susi- y podíamos beber hasta el amanecer. Cuando lo propuso, me pareció una buena idea.

Desde temprano, en la cocina de los Doménec, Bárbara, Marlene y Alejandra habían estado preparando platillos fríos, mientras los niños corrían afuera, Claudia, con Victoria, formaba un frente común contra Alberto, tres años menor que ambas y se quejaba "es que no me dejan jugar con ellas", antes de echar a correr en su búsqueda. Yo los veía, sentado en el césped, con los ojos cerrados, dejando que el sol de la mañana hiciera lo suyo conmigo. Nunca he sido aficionado al sol: mi piel es de esas que no resisten demasiada exposición, pero en Finisterre, era distinto. Era irresistible salir al exterior: los bañistas eran ejemplo de esto. Pude haberme quedado dormido, si no hubiera oído las voces que venían de casa de Gabri, del lado del sendero que bajaba a la playa. Reconocí la voz de Gabri, y con un timbre de ira que se avivava por momentos, una voz que no conocía. No pude evitar levantarme y acercarme; hasta los niños habían dejado de jugar y Marlene había salido al pórtico para escuchar.

-¡No! ¡Usted es un delincuente! ¡UN DELINCUENTE!

- Usted tendrá su opinión, amigo, pero...

-¡Yo no soy amigo suyo! ¡Yo no tengo canallas y drogadictos por amigos!

El hombre que me habían señalado en la calle como Don Silva, acompañado por su inseparable apéndice, era el que gritaba de modo beligerante, agitando su bastón en el aire mientras la mujer miraba con algo que reconocí como desprecio -- de una variedad que no había visto en muchos años: la clase de mirada que tiene dan ejemplares de una especie por otra que considera inferior, del modo en que un reptil predador miraría a una presa- y me dio un escalofrío. Gabri se mantenía impávido, con un porro aún en la mano.

-¡Eso que usted hace es un delito!

- Es para mi consumo personal. Tengo glaucoma.

-¡No sea usted mentiroso! ¡MIENTE! ¡Voy a hacer que lo expulsen de esta isla!

-¿Y cómo pretende hacer eso, buen hombre?

Marlene salió de casa de los Doménec mientras el viejo gritaba que hablaría con alguien, con el presidente de la asociación de vecinos, alguien de autoridad.

- Pero señor mío...

-¡Yo no soy suyo! ¡Majadero!

- ... aquí no hay autoridades. Esta isla es una propiedad privada. La casa que usted tiene me la compró a mí, ¿ya lo olvidó? Casi todas las propiedades son de mi familia. Si fumo esto, no es asunto de nadie y mucho menos suyo. Así que, si no le importa...

La presencia de Marlene a su lado, bastó para que Gabri se tranquilizara -- aunque realmente nunca lo vi salirse de quicio-, llevándose el porro a la boca y encendiéndolo en la cara de su acusador. La mujer a la que apodaban Madame dijo algo que no alcancé a entender (no hablo francés) y Marlene la hizo callar con una sola frase, dicha en un tono perfectamente cordial. En ese momento quise saber el idioma. Debió ser algo fuerte, porque Alejandra, que estaba detrás de mí soltó una risita y se cubrió la boca con la mano. La pereja se alejó, airada, y nuestros anfitriones permaneieron ahí, compartiendo una fumada y tomados de la mano.

Todos nos reímos entonces, al verlos volver hacia la casa, ambos moviendo la cabeza, Gabri anunciando con voz circunspecta "esta gente".
Si hubiésemos sabido...

ººº

Alrededor de las ocho, comenzamos a ver el éxodo hacia la playa. Los habitantes de las otras casas, con toallas para sentarse en la arena y gafas oscuras, iban en grupos. Laura, que había llegado hacía un rato a reunirse con nosotros, miró hacia el cielo sin nubes.

- Es increíble. Son las ocho de la noche y hay muchísima luz.

- Sí. Si no tuviera un reloj puesto, no sabría qué hora es.

Ricardo había dormido en casa, pero desde temprano había ido a la librería a estar con ella. Juan Luis y yo nos miramos, después de desayunar, al verlo salir, pero no dijimos nada. A lo largo de la tarde se había vuelto notorio que algo había, una especie de complicidad compartida y muy nueva entre ambos.

- Sólo estuve viendo algunos de sus libros y paseando por ahí,- dijo mientras las mujeres sacaban la comida a la terraza -¿Has visto cómo son las construcciones aquí? Es como si todas tuvieran doscientos años o más... Laura me dijo que su marido había trabajado por años en restaurar muchas de las casas, pero que en los años sesenta, cuando él vino por primera vez a la isla, casi todas estaban abandonadas y algunas en ruinas. ¿Cuántos años tendrá de ocupada la isla, tú sabes?

Le conté lo que Gabri había dicho sobre los pescadores que la habían ocupado hacía muchos años y cómo habían dejado la isla cuando ya no hubo peces. Pero no podía calcular cuanto, quizá había estado habitada por etapas...

Claudia, con sus gafas oscuras puestas y saltando de un pie a otro, me hizo volverme a ella al gritar -¡El eclipse, el eclipse! ¡Ya va a comenzar!

ººº

Así es como sucede:

Primero se va oscureciendo el cielo, como si se arremolinaran las nubes sobre nosotros. Luego, el sol brilla más, pero es un destello frío, toda la energía se congela, se concentra en el círculo oscuro que lo va cubriendo.

Caminamos a la playa para verlo. No recuerdo quién estaba a mi lado. Tampoco, en qué momento se detuvo el reloj en mi muñeca. Juan Luis me diría después que no se percató tampoco de que el teléfono móvil dejara de recibir señal. El cambio en el cielo era hipnótico, fascinante. Nicolás subió a Alberto en hombros y yo cargué a Claudia.

- Mira,- me dijo, señalando hacia arriba -¿recuerdas?

Quise preguntarle a qué se refería. El sol ya estaba oculto por la luna y la noche se había desplomado sobre nosotros.

Entonces fue que Laura gritó -¡No veo! ¡No veo!- antes de derrumbarse sobre la arena, demasiado rápido como para que alguien pudiera evitarlo.

ººº

Ahí comenzó la penumbra que continúa, mientras nos cruzamos la plazoleta de la aldea. El hotel se ve desierto desde aquí cuando pasamos. ¿Donde están los huéspedes? ¿Iban en el primer barco que salió? Siento ojos que nos siguen, los siento con insistencia y sé que los otros también. Nicolás lleva en el cinturón una pistola. La trajo de su casa. Nadie habló cuando lo vimos cargarla, mientras nos repartíamos nuestras magras defensas de carácter doméstico.

-¿Vas a usarla?- mi voz se oye rara cuando le pregunto, señalándola. Nicolás no parece el tipo de persona que tendría un arma en su casa, mucho menos alguien que sabría cargarla o tirar.

La expresión en su rostro es una respuesta más que elocuente, aún antes de que asienta una sola vez. Me recuerda que esto es guerra. Sin declarar abiertamente, pero guerra al fin. Los niños -- los suyos y Claudia, algunos más que no he visto desde hace no sé cuanto pero que estaban en la playa con sus familias- son lo que importa, pero más allá de encontrarlos (o no, aunque no lo menciona) hay que sobrevivir. Y no hay tiempo, ni para desperdiciarlo, ni para ganarlo.

- Podemos llevar caminando horas o minutos. O días.

Laura va por delante. Sus pasos son firmes, aún con su mano extendida. Dejamos atrás el centro de Finisterre, el Regata y la librería, la pequeña tienda de víveres, la iglesia. Y armados y temerosos, seguimos adelante, hacia la boca del bosque, en el sendero opuesto a la playa, donde la oscuridad se extiende entre la sombra de las hojas.

Y Finisterre, lo siento a cada paso dado, nos observa. Nos espera.
Y no sé, me aterroriza de pronto no saber, para qué.

jueves, 8 de noviembre de 2007

2. El verano antes de la oscuridad

La serenidad de Bárbara Doménec ante lo que sucedió, lo que está sucediendo, lo que va a suceder (aunque no tengo idea de qué podrá ser, o cómo va a ocurrir) me sorprende y en cierto modo, es una de las pocas cosas que me ha ayudado a mantener la calma.

Y no sólo a mí.

Ahora mismo la miro en su silenciosa vigilia, mientras prepara lo que hará falta para la misión que tal vez no conduzca a ningún lado, pero si siente miedo -- y no hay manera de que no lo sienta, aunque no lo diga, ninguno lo hagamos- no lo deja ver. La veo revisar todas las provisiones que Marlene y Alejandra han traído de sus casas y la veo hacer vendajes con sábanas, mientras Nicolás y Ricardo preparan lo poco que tenemos que puede ser un arma -- armas... cortineros, cuchillos de cocina, instrumentos de asador, tablones. Vi el horror en los ojos de Juan Luis la primera vez que se mencionó la palabra "armas"- y comprendo que esto es, aunque no lo digamos nadie al reunirnos mientras las sombras crecen entre la niebla que nos envuelve, una guerra.

ººº

El verano había estado resultando estupendo, así me lo dijo Juan Luis la noche que Ricardo y yo llegamos a su casa y nos instaló; el joven Reyes en la habitación que doblaba como "estudio" para nuestro amigo y yo en el sofá cama que ya conocía bien de visitas anteriores.

- Hemos tenido un clima estupendo. Veinticinco grados todos los días y la marea muy tranquila... Claudia y yo vamos a nadar seguido. Es el mejor verano que hemos tenido desde que venimos aquí.

Salimos a caminar los tres por ahí, mientras Bárbara llevaba a Claudia a jugar con sus amigos de la isla, los hijos de Nicolás y Alejandra. No es que hubiera mucho qué ver en Finisterre, pero en la plazoleta había un bar (el Regata) operado por una pareja alemana - Heinrich y Susanne- que vivía en la isla todo el año y Nausicaa, una librería de segunda mano, cuya dueña era una joven viuda llamada Laura Baxter.

A Laura me la presentó Juan Luis en mi primera visita y posteriormente estuvo presente en las cenas en casa de los Doménec y en los asados impromptu de Gabri y Marlene. Ella también venía de la ciudad y su marido, mucho mayor que ella, John Baxter, era un arquitecto y restaurador que había muerto hacía algún tiempo. Fue acompañándolo, que ella había encontrado la isla y pusieron la librería con gran parte de los volúmenes que habían encontrado en la casa que compraron.

- Era una biblioteca enorme,- nos contó una noche, sus ojos oscuros fijos en la copa de cava que tenía en la mano, una noche en la terraza de mis amigos - con muchísimos libros... así la encontramos. Algunos de los volumenes estaban comidos por la humedad y los hongos, pero otros estaban en buen estado y John decidió que pusiéramos la tienda. Había mapas y muchos escritos. Supongo que la casa pertenecía a algún marinero de rango, había motivos náuticos cuando la encontramos, pero él decidió deshacerse de casi todo. Lo que conservamos pasó a la tienda.

- Entonces era una de las casas más antiguas de Finisterre, además de las chavolas de los pescadores y de la iglesia y el hotel...

- Más antigua... sí. Aunque hay otras casas todavía más antiguas, al otro lado del bosque.

Miré a Juan Luis con curiosidad. Eso no lo sabía.

- Está el castillo, por ejemplo...

-¿Castillo?

Bárbara asintió, mientras servía el postre que habían preparado juntas Claudia y ella. - Hay un castillo precioso, en la parte norte... hay que caminar mucho para llegar ahí. Creo que está deshabitado. Es la construcción más antigua de toda la isla, supongo.

- Yo no tenía idea.

Laura me sonrió. - Debe tener más tiempo que la aldea en sí. Nadie sabe cómo lo construyeron. Pero está muy bien conservado. Quizá te gustaría ir a verlo.

ººº

Esa noche dije que sí, que me gustaría y Juan Luis dijo que podríamos planear una excursión -- ellos ya lo habían visto una vez- pero en esa estancia y en las posteriores, por cualquier razón, lo olvidábamos o lo dejábamos para después. Era más placentero permanecer frente a la bahía, tomar cerveza en el Regata, donde Hein solía tocar discos de vinilo (tenía una colección tan o más impresionante que la de Juan Luis en su apartamento de la ciudad) y Susi conversaba con los parroquianos, o seguir con los rituales habituales en la pequeña parte de la comunidad que nos correspondía. Hablo en plural, porque al llegar donde los Doménec, me sentía totalmente integrado a la rutina doméstica: de buen grado yo ayudaba a Bárbara a fregar los platos, pasaba las tardes leyendo o caminando con Juan Luis y ocasionalmente le contaba cuentos a Claudia antes de dormir, el inquietante episodio de encontrármela de pie junto a mí en la duermevela de la primera noche archivado en el olvido hasta otra ocasión.

También me gustaba ir a Nausicaa y conversar con Laura, que aseguraba que lo único que tenía a manos llenas, era tiempo para hacer eso. El olor del papel viejo era un valor agregado; nos preparaba café y lo bebíamos sentados cerca del escritorio que para ella hacía las veces de mostrador. La tarde anterior al eclipse, fue casi igual, con la excepción de que en cuanto Ricardo puso sus ojos en Laura, descubrió una sonrisa que iluminó hasta el último rincón del local de cara a la plaza, algo que fue evidente, más aún ante el ambiente tenso que había al momento que entramos, unos momentos después que un hombre obeso, de sombrero panamá y apoyado en un bastón, saliera refunfuñando.

-¿Pasó algo?- preguntó Juan Luis, después de presentarla con Ricardo y de que ella nos saludara con besos a los tres.

- Lo de siempre con ese señor. Quejas por lo del eclipse. Quejas por las decoraciones del festival del mar. Quejas por el ruido en el bar. Quejas por la gente que llega al hotel. Vinieron unos turistas africanos hace unos días y él y Madame se ofendieron terriblemente de tener que compartir comedor con ellos.

-¿Por ser negros?- pregunté, aún incrédulo de que estas cosas ocurrieran en mi entorno, presuntamente moderno y tolerante.

Laura asintió, apartándose un mechón de largo cabello negro de la frente. Vi, sin hacer un sólo gesto, que Ricardo, aún sonriente como jovencita, no podía despegarle los ojos. - Por ser negros y por ser extranjeros y por ser ruidosos y por "oler feo"... ya sabes, que con Silva siempre hay algo que está mal.

ººº

El tal Silva, del que ya me había hablado Gabri en su momento, era otro de los residentes de la isla que había llegado de fuera y se había comprado una casa, en este caso más retirada de la playa -- "Porque me hace mucho daño el sol", le dijo a Gabri que a su vez me preguntó si no resultaba absurdo que alguien con tal problema se hubiera mudado a un sitio así-. Apareció de pronto hacía poco tiempo, en compañía de una mujer a la que popularmente se le había empezado a conocer como "Madame" porque se rehusaba a hablar en otra cosa que no fuera francés, si bien, era evidente a simple vista que esa no era su nacionalidad, algo que se hacía más notorio al oírla hablar, cuando asomaba un sonsonete que era parodiado, no sin sarcasmo por el resto de la gente a la que se había esforzado en caer mal desde un principio.

-Este hombre es tu compatriota, por lo que sé,- dijo Gabri una tarde en el Regata, sentados afuera de local mientras fumaba (algo que siempre le pedía Hein, no sin un pavor que me parecía totalmente de broma) un porro y Marlene bebía un vino en la barra, charlando en alemán con Susi - pero no se parece en nada a ninguno de los compatriotas tuyos que yo haya conocido. Este hombre es un viejo amargado y quejica. Y por lo que me dice Marlene, que santa ella, se atrevió a hablarle un día de mercado, la mujer no es diferente. Tiene unas ínfulas que ya las quisiera una señora Duquesa para un día de feria...

Los vi pasar algunas veces, camino de la playa o del festival del mar, el día que me tocó estar y coincidía. Era, como dije, un hombre obeso con una cabeza extrañamente pequeña para un cuerpo descomunal ("cachalote" lo describiría Ricardo mucho después, cuando pasó el eclipse y la confusión, en la primera reunión en la plazoleta, antes que los niños...); caminaba torpemente, apoyado en un bastón, como un paquidermo que tiene que aprender a ser bípedo. La mujer que lo acompañaba era baja, patizamba y mofletuda, una criatura poco agraciada que no obstante caminaba con la nariz en el aire, como la consabida caricatura de una aristócrata. No supe en ese momento si reírme, pero el patetismo de la pareja no me fue indiferente, mirándolos ir.

ººº

Juan Luis me persuadió, cuando fue notorio que el joven Reyes no iba a prestar más que atenciones a la señora Baxter, que nos fuéramos a tomar algo al Regata, diciéndole a Ricardo que nos alcanzara cuando quisiera y reiterándole a Laura que la veríamos al día siguiente en la comida para observar el eclipse. Ella repuso mostrándole las gafas de sol - Estoy lista.

Pasamos al bar, ordenamos y mientras Susi nos traía las copas, observé la puesta de sol.

- Me gusta tu isla.

- Lo sé. Por eso estás aquí ahora, ¿no?

- Sí. ¿Qué es esto del eclipse?

- Es la primera vez en 80 años que hay un eclipse total de sol en esta parte del mundo. Será importante y divertido, todos juntos, como en esas fotos de los años cincuenta, todos con nuestras gafas...

- Ves demasiadas películas.

- Tantas como tú.

Chocamos los vasos. - ¿Crees que Ricardo regrese a casa esta noche?

- Laura es la señora Baxter, no Mrs. Robinson. Pero no tengo idea.

Nos reímos. Antes de la fiesta del eclipse, creo que esa fue la última vez que realmente me sentí feliz, realmente sereno, como quisiera sentirme ahora, entonces sentía que el verano se extendía ante mí como el mar, pero ahora no puedo ver nada con el banco de niebla.
Con las sombras.

ººº
Nicolás dice que es el momento ahora.
Bárbara se acerca a Laura, que ha permanecido toda la mañana con los ojos vendados, en la mesa del comedor, con la cabeza inclinada, no sé si en oración o si tratando de ver algo que nosotros aún no podemos, conectarse con algo intangible.

Alejandra solloza un poco y Marlene la abraza. Gabri está con Ricardo de pie en la terraza, esperan la señal. Juan Luis está con ellos, nos mira a todos, poco a poco y cuando sus ojos se cruzan con los míos, veo que no son los de costumbre. Está como yo, muerto de miedo. Quizá también anhela la serenidad de su mujer, que dulcemente le quita la venda a Laura, cuyos párpados tiemblan un poco antes de revelar sus ojos.

Laura dice - Puedo ver.

Ella nos guiará.

[continuará...]



jueves, 1 de noviembre de 2007

1. Anoche soñé que dejábamos Finisterre

Anoche soñé que dejábamos Finisterre.
Pude sentir que se movía el barco al salir a mar abierto, ver que la playa y las torres de la iglesia, los techos de las casas se iban haciendo cada vez más lejanos, bajo las nubes que se movían sobre nosotros, dando paso al amanecer que trataba de rasgar la mortaja de niebla asfixiante, para devolver la claridad a los días extraños que habían precedido nuestra huída.

Olí la sal y mi propio pánico, oí los alaridos de las gaviotas, circulares sobre nosotros al alejarnos, mis manos temblorosas al sentir que nunca más iba a volver ahí.

Entonces desperté, sacudido no por el barco, sino por los espasmos traicioneros de mi sueño inquieto y me encontré no en alta mar, sino de nuevo, bien despierto, en el salón de la casa con vistas a la playa, a los riscos, al oleaje incesante. La casa de Juan Luis y Bárbara Doménec, mis amigos, ahora quizá mi única familia. Una casa que estuvo de puertas abiertas y llena de risas todo el verano, pero que ahora, envuelta en la pálida neblina, se convertía en laberinto hostil de sombras y silencios.

Frotándome las manos heladas, caminé hacia la ventana doble que se abría a la terraza, la misma donde nos sentábamos los tres a jugar Monopoly con Claudia o a beber whisky después de la cena, a ver pasar a los vecinos en su andar cotidiano hacia la playa o el puerto; donde algunas tardes, durante la siesta, salíamos; Juan Luis a leer en silencio, repatingado en el sillón de mimbre y yo a escribir en esta misma libreta, entonces menos llena que ahora, sólo salpicada de frases sueltas, notas e ideas para una novela que no escribiré.

Supuse que faltaría poco para amanecer. Las seis de la mañana o las siete. Todos los relojes, desde el que llevo en la muñeca hasta el de la plazoleta, están parados desde entonces y aquí tenemos que inventarnos las horas del día, igual que tenemos que inventarnos otras cosas.

Inventarnos nuestras vidas en este lugar.

ººº

Para llegar a Finisterre primero hay que tomar tren o carretera hasta la punta más extrema al noroeste de la costa, hasta Cabo Norda y de ahí tomar un viejo ferry que hace el viaje dos veces al día hasta la isla. Hay quienes tienen sus barcos, yates y veleros en el puerto y los usan.
No hay barcos pesqueros que lleguen ahí, desde hace muchos años.

Esto me lo explicó Gabri, cuya familia había tenido propiedades en Finisterre desde que él podía recordar. Fue por él que los Doménec comenzaron a veranear ahí, luego los seguiría yo.

- Un día ya no hubo más peces qué pescar,- me dijo mientras enrollaba un cigarro de hachís, sentado en el césped de la parte trasera de su casa, mientras los demás preparaban la carne asada de un domingo - se acabaron, ve tú a saber por qué. Entonces fue que la gente comenzó a venir a la isla de vacances. No tenía caso vivir en un lugar donde no había pesca. Los pescadores volvieron al Cabo y vendieron sus chavolas. De esto hace ochenta años o más, ¿te das cuenta? Mi abuelo y otros compraron las propiedades a precios de risa loca y construyeron sus fincas, así como ésta. Eran anglófilos y petulantes...- se rió mientras se llevaba el porro a la boca y lo encendía -...quisieron hacer su propio village en la isla, enamorados del nombre, de la idea de que fuera el último rescoldo de la península, en pleno mar abierto. Veinte kilómetros en medio de la nada. Literalmente, el fin del mundo.

Gabri dio una calada y me sonrió.

- O bien, el culo del mundo. Podría pasarnos cualquier cosa y nadie, nadie, se enteraría nunca.

ººº

El primer verano que pasé ahí, yo tenía poco tiempo de haberme mudado a la ciudad del norte, a la que llegué harto de la capital, donde había estado en mis primeros meses de expatriado. Mis finanzas habían comenzado a resentirla y yo también.

No me gustaba tener que compartir piso con extraños, por muy amistosos que fueran. Sentir mi intimidad vulnerada día con día, aún pese a las buenas intenciones de los otros tres inquilinos del tercero sin ascensor en el centro de la ciudad donde yo había ido a parar, fue demasiado. Por eso a la primera oportunidad, tomé mis cosas y me escabullí de noche, sin ganas de volverlos a ver.

Conocí a Juan Luis apenas llegar al norte. Yo iba invitado al festival de cine local, para dar un ciclo de charlas sobre cine y literatura durante diez días. Nos presentaron en una cena inaugural y esa noche la terminamos con un colega suyo de la prensa local, Ricardo Reyes, los tres emborrachándonos plácidamente en un pub y luego, sentados en la acera, hasta el amanecer.
Hacia el final de mi estancia programada, después de pasearme a solas por el rompeolas y las calles de la ciudad -- más pequeñas y transitables que las de la gran metrópoli- ya había decidido que la segunda etapa de mi autoexilio, la iba a pasar en esa ciudad frente al mar.

-¿Estás seguro de lo que quieres hacer?- me dijo Juan Luis, mientras tomábamos una cerveza la penúltima noche de festival, mientras Ricardo bebía Ron con cola y miraba de uno a otro, más joven que nosotros, acaso por ello más atento a cada intercambio - Aquí no conoces a nadie.

- Bueno, a ustedes. Con eso me basta.

- Pero si no nos conoces de nada. ¿Cómo te arreglarás de dinero?

- Tengo un ingreso fijo y lo que llega de mi libro. Puedo hacer otras cosas también. Cocinar, lavar platos, qué sé yo. No me preocupa... aquí puedo vivir mejor que en la ciudad. Allá, si regreso, sólo me espera una pensión o volver a compartir piso y no quiero.

-¿Y tu país? ¿No piensas ir?

- No está en mis planes volver.

Juan Luis sonrió, no sé si a mí, o a Ricardo. - Pues no sé qué decirte. Si de verdad quieres quedarte...

Ricardo habló por fin, con una voz tímida, como parecía todo él a primera vista. - Eh... mi madre tiene un apartamento pequeño... es casi un estudio... si tú quieres le pregunto si te renta...

Así fue como llegué a la ciudad en la que ahora pienso como mi ciudad. Los Doménec fueron generosos conmigo. Bárbara, que me conoció en la ceremonia de clausura del festival, prácticamente de la nada me acogió en su casa y me llevó en un recorrido por el barrio en que me instalé, para conocer los sitios donde comprar comida, llevar la ropa a limpiar o tomar un café. Me ofreció que llamara a cualquier hora si tenía malestares ("los médicos estamos siempre de guardia") o si me sentía solo. Ellos fueron las primeras personas que tuve en mi casa a cenar.

Comenzamos a vernos, al paso de los meses, como amigos y junto con el joven Reyes, fueron siendo la gente que mejor me conocía en mi nueva vida. Fue por eso mismo que no dudé en aceptar cuando me invitaron un fin de semana a la isla con ellos.

ººº

Habían comenzado a rentar la casa cuando nació Claudia.

Por varios años, Gabri y Juan Luis habían trabajado juntos en la misma redacción y cuando el primero anunció que dejaba el diario para ser rentista y retirarse a Finisterre con su compañera, Marlene, su primer y más leal inquilino fue Doménec, totalmente convencido después de pasar un puente visitándolos ahí. Las casas, de dos plantas y construídas en un estilo peculiar, como el resto de las edificaciones locales, mezcla de villas romanas y residencias campestres británicas, estaban separadas por un prado extenso y tenían vista tanto del bosque, a sus espaldas, como de la playa y el mar al frente.

A lo largo de seis años, cada verano y por un mes, mis amigos pasaban ahí la temporada estival. Llegaban a mediados de julio con una caja de libros y dos maletas, mas juguetes para la pequeña; ahí, Juan Luis podía dedicarse sin culpabilidad por hurto de tiempo, a su ocupación secreta, la poesía y Bárbara recuperaba las muchas horas de sueño sacrificado por atender de modo incansable en la sala de urgencias del hospital central de la ciudad. Claudia podía correr por la arena y los tres pronto adquirían un tono moreno en la piel, que traían de vuelta a fines de agosto, a manera de souvenir de sus días de ocio.

- Te gustará aquí,- me dijo Juan Luis al recibirme esa primera visita, en el muelle - es un paraíso. - lo seguí, llevando mi mochila al hombro, contemplando las torres de la iglesia, el domo azul del centro cultural y las casas en blanco, amarillo y rosa, que salpicaban el borde del bosque y los riscos que desembocaban al mar. Lo oí hablarme de un lugar llamado la Atalaya, desde donde se podía ver toda la bahía, que iríamos a visitar esa misma tarde; también me contó de Nicolás y Alejandra, sus vecinos, ambos abogados, con niños cercanos en edad a Claudia. De las comilonas improvisadas por Gabri, del festival del mar, en el que participaban todos en la isla.

- Quizá, no sé...- dijo cuando vi asomarse los techos de mansarda de la casa por primera vez, totalmente ilógicos en el paisaje - ... creo que un día, cuando Bárbara y yo nos jubilemos, me gustaría venir aquí todo el año. Se siente una paz que no he encontrado en otros lugares. Hay quienes hablan de Tailandia o de otros lugares en el Oriente como verdaderos paraísos en la tierra. No lo discuto, pero aquí he encontrado todo lo que necesito. ¿Sabes? Cuando llega el día anterior a regresarnos, lo paso mal. Quisiera no tener que irme.

Ahora, tanto tiempo después (se siente como otra vida, como si hubiésemos sido otros) algunas veces, observo a Juan Luis cuando no nos mira. Veo cómo se ensombrece su rostro antes jovial. Cómo tiembla su boca, como arrepintiéndose en silencio de haber expresado su deseo.

ººº

Este verano Ricardo y yo llegamos a la isla la víspera del eclipse.

Lo habíamos venido planeando con muchos meses de antelación, desde que Doménec nos preguntó si teníamos idea de qué íbamos a hacer en julio. En mi condición de exiliado que vivía en vacaciones permanentes -- esto dicho por el propio Gabri cuando le dije que mi manera de ganarme la vida era la de escritor autónomo, vulgo freelancer- yo había recorrido parte de Europa y África del norte, viajando sin equipaje casi y tomando notas para esa elusiva segunda novela que se rehúsaba a materializarse del todo.

Supongo que en parte esto era en parte consecuencia del que me echaran a perder, simultáneamente, el cheque mensual depositado en el banco por los apoderados de mi familia y por las ventas del primer libro, una novelita de fantasía sobre un niño solitario llamado Lucio, caricatura de mi propia niñez, que una tarde -- como centenares de críos literarios antes que él- viajaba, junto con su única amiga, Olivia, otra niñita extraña, a través de la pared de su habitación de juegos para entrar a un lugar llamado Terra Occulta donde participaban en una revolución contra una horda colosal de monstruos y eventualmente era coronado Rey. Lo cierto es que no era nada particularmente interesante o creativo, pero de modo inexplicable había encontrado un público leal que había agotado cuatro ediciones e iba entonces por la quinta.

No me sentía presionado a escribir más. Ignoraba cordialmente los correos electrónicos de mi editor, que preguntaba si pensaba continuar la historia o hacer otra cosa, y viajaba o iba al cine o leía algunos libros en préstamo de la vasta biblioteca personal de Doménec. Cuando nos preguntó, yo había estado considerando volver a Roma, pero su mención del eclipse y la idea de pasar unos días en compañía me gustó. Ricardo se apuntó aún antes que yo a la invitación y acordamos llegar juntos por tren, para tomar el ferry de las dos de la tarde.

Juan Luis, con Claudia de la mano, estaba esperándonos, sonriente. Apenas bajamos del barco, la niña nos dio a cada uno unas gafas oscuras de plástico. - Son para ver el eclipse,- dijo.

-¿Lo has estado esperando?- le pregunté yo, buscando su esquiva mejilla para darle un beso. Claudia nos respondió con una sonrisa incompleta; había perdido un diente, luego asintió.

- Tendremos una fiesta para verlo. El día se convertirá en noche,- Juan Luis se veía tan entusiasmado como su hija - va a ser algo memorable.

Nunca, les dije mientras caminábamos hacia la casa por la vereda, cruzándonos con los vecinos de siempre, algunos ya con sus gafas oscuras, había visto un eclipse total de sol. En mi ciudad natal nunca había sido visible niguno, acaso por la contaminación. Siempre era mejor verlos en otros lugares. Finisterre, con su aire limpio y cielos despejados, sería perfecto. Beberíamos, celebraríamos, sí, ¿por qué no? Era verano. Cualquier ocasión es pretexto para celebrarlo, antes de volver a la realidad, a la rutina, a las obligaciones de la vida ordinaria. Recuerdo que me reí, antes de ponerme yo también mis gafas de eclipse.

ººº

Soñé algo esa primera noche en Finisterre.

Así como soñé anoche. Solo que mientras ese sueño de huir de aquí se rehusa a desvanecerse del todo, el otro sueño se disolvió de inmediato, en el sobresalto al despertarme, sin saber por un angustioso y largo instante dónde estaba, hasta que reconocí la luz en las ventanas, los cuadros perfilándose en penumbra y las formas del sofá cama donde yo dormía por las noches al quedarme con los Doménec.

Habría olvidado ese momento de la noche anterior a todo si no hubiera encontrado de pie, mirándome con un rostro serio e inescrutable, a Claudia en camisón, abrazada a un rinoceronte de trapo llamado Rúper, que era su compañero habitual. Me sorprendí de verla, no supe cuánto tiempo llevaba ahí, observándome dormir.

-¿Estabas soñando?- su sonrisa de niña me dio escalofríos, totalmente fuera de lugar con su mirada sobre mí - Yo también estaba soñando. Soñé lo mismo que tú.

Ahora Claudia no está aquí.
No sabemos dónde está.
Hemos buscado a todos los niños de la isla. Seguimos buscándolos.
No podremos irnos sin ellos.

Miré el amanecer pálido y raro, sin minutos siguiéndose el uno al otro.
Pensé entonces que quisiera preguntarle a ella qué soñó entonces. Qué sueña ahora.

Si eso que compartimos en secreto y que olvidé, nos ayudará a salir de Finisterre.


[continuará]