jueves, 15 de noviembre de 2007

3. Eclipse

No pasa el tiempo en Finisterre.
O sí, pero no sabemos cómo. Si es muy despacio o demasiado rápido. Si tenemos todo el tiempo del mundo, o si ya es demasiado tarde.
No podemos saberlo por nuestros relojes, inútiles desde que pasó el eclipse, todos detenidos a las ocho veinticinco de la noche del siete de julio.
Desde entonces, todo es esta bruma extraña, esta luz y no luz. Ni día, ni noche.
Es inevitable el miedo de perderse.

Nicolás dice que es absurdo temer perdernos. Pero luego añade, "todo ahora es absurdo."
No mira a nadie al decirlo, sé que piensa en sus hijos, Victoria y Alberto. Se preguntará, aunque no lo dice, si están asustados. Si tienen hambre. No sabemos cuántos días hace que se fueron los niños, pero se siente como una eternidad. Alejandra es la que habla, expresa no sólo los temores de su esposo, sino los de todos nosotros.

No sabemos cuánto ha pasado.
No sabemos hacia donde vamos.
Sólo seguimos a Laura Baxter, que camina muy despacio, con una mano extendida ante ella, una ciega guiando a los ciegos.

ººº

El día del eclipse, siete de julio, amaneció soleado y espléndido en la isla.

El tiempo para la puesta del sol había sido anunciado como las diez de la noche y el eclipse tendría lugar en nuestra parte del mundo, unas pocas horas antes. Los huéspedes del hotel podrían verlo todo desde su terraza y los veraneantes y residentes decidimos bajar a la playa para verlo todo. Después, dijo Gabri, cerraríamos el Regata -- todos de acuerdo con Hein y Susi- y podíamos beber hasta el amanecer. Cuando lo propuso, me pareció una buena idea.

Desde temprano, en la cocina de los Doménec, Bárbara, Marlene y Alejandra habían estado preparando platillos fríos, mientras los niños corrían afuera, Claudia, con Victoria, formaba un frente común contra Alberto, tres años menor que ambas y se quejaba "es que no me dejan jugar con ellas", antes de echar a correr en su búsqueda. Yo los veía, sentado en el césped, con los ojos cerrados, dejando que el sol de la mañana hiciera lo suyo conmigo. Nunca he sido aficionado al sol: mi piel es de esas que no resisten demasiada exposición, pero en Finisterre, era distinto. Era irresistible salir al exterior: los bañistas eran ejemplo de esto. Pude haberme quedado dormido, si no hubiera oído las voces que venían de casa de Gabri, del lado del sendero que bajaba a la playa. Reconocí la voz de Gabri, y con un timbre de ira que se avivava por momentos, una voz que no conocía. No pude evitar levantarme y acercarme; hasta los niños habían dejado de jugar y Marlene había salido al pórtico para escuchar.

-¡No! ¡Usted es un delincuente! ¡UN DELINCUENTE!

- Usted tendrá su opinión, amigo, pero...

-¡Yo no soy amigo suyo! ¡Yo no tengo canallas y drogadictos por amigos!

El hombre que me habían señalado en la calle como Don Silva, acompañado por su inseparable apéndice, era el que gritaba de modo beligerante, agitando su bastón en el aire mientras la mujer miraba con algo que reconocí como desprecio -- de una variedad que no había visto en muchos años: la clase de mirada que tiene dan ejemplares de una especie por otra que considera inferior, del modo en que un reptil predador miraría a una presa- y me dio un escalofrío. Gabri se mantenía impávido, con un porro aún en la mano.

-¡Eso que usted hace es un delito!

- Es para mi consumo personal. Tengo glaucoma.

-¡No sea usted mentiroso! ¡MIENTE! ¡Voy a hacer que lo expulsen de esta isla!

-¿Y cómo pretende hacer eso, buen hombre?

Marlene salió de casa de los Doménec mientras el viejo gritaba que hablaría con alguien, con el presidente de la asociación de vecinos, alguien de autoridad.

- Pero señor mío...

-¡Yo no soy suyo! ¡Majadero!

- ... aquí no hay autoridades. Esta isla es una propiedad privada. La casa que usted tiene me la compró a mí, ¿ya lo olvidó? Casi todas las propiedades son de mi familia. Si fumo esto, no es asunto de nadie y mucho menos suyo. Así que, si no le importa...

La presencia de Marlene a su lado, bastó para que Gabri se tranquilizara -- aunque realmente nunca lo vi salirse de quicio-, llevándose el porro a la boca y encendiéndolo en la cara de su acusador. La mujer a la que apodaban Madame dijo algo que no alcancé a entender (no hablo francés) y Marlene la hizo callar con una sola frase, dicha en un tono perfectamente cordial. En ese momento quise saber el idioma. Debió ser algo fuerte, porque Alejandra, que estaba detrás de mí soltó una risita y se cubrió la boca con la mano. La pereja se alejó, airada, y nuestros anfitriones permaneieron ahí, compartiendo una fumada y tomados de la mano.

Todos nos reímos entonces, al verlos volver hacia la casa, ambos moviendo la cabeza, Gabri anunciando con voz circunspecta "esta gente".
Si hubiésemos sabido...

ººº

Alrededor de las ocho, comenzamos a ver el éxodo hacia la playa. Los habitantes de las otras casas, con toallas para sentarse en la arena y gafas oscuras, iban en grupos. Laura, que había llegado hacía un rato a reunirse con nosotros, miró hacia el cielo sin nubes.

- Es increíble. Son las ocho de la noche y hay muchísima luz.

- Sí. Si no tuviera un reloj puesto, no sabría qué hora es.

Ricardo había dormido en casa, pero desde temprano había ido a la librería a estar con ella. Juan Luis y yo nos miramos, después de desayunar, al verlo salir, pero no dijimos nada. A lo largo de la tarde se había vuelto notorio que algo había, una especie de complicidad compartida y muy nueva entre ambos.

- Sólo estuve viendo algunos de sus libros y paseando por ahí,- dijo mientras las mujeres sacaban la comida a la terraza -¿Has visto cómo son las construcciones aquí? Es como si todas tuvieran doscientos años o más... Laura me dijo que su marido había trabajado por años en restaurar muchas de las casas, pero que en los años sesenta, cuando él vino por primera vez a la isla, casi todas estaban abandonadas y algunas en ruinas. ¿Cuántos años tendrá de ocupada la isla, tú sabes?

Le conté lo que Gabri había dicho sobre los pescadores que la habían ocupado hacía muchos años y cómo habían dejado la isla cuando ya no hubo peces. Pero no podía calcular cuanto, quizá había estado habitada por etapas...

Claudia, con sus gafas oscuras puestas y saltando de un pie a otro, me hizo volverme a ella al gritar -¡El eclipse, el eclipse! ¡Ya va a comenzar!

ººº

Así es como sucede:

Primero se va oscureciendo el cielo, como si se arremolinaran las nubes sobre nosotros. Luego, el sol brilla más, pero es un destello frío, toda la energía se congela, se concentra en el círculo oscuro que lo va cubriendo.

Caminamos a la playa para verlo. No recuerdo quién estaba a mi lado. Tampoco, en qué momento se detuvo el reloj en mi muñeca. Juan Luis me diría después que no se percató tampoco de que el teléfono móvil dejara de recibir señal. El cambio en el cielo era hipnótico, fascinante. Nicolás subió a Alberto en hombros y yo cargué a Claudia.

- Mira,- me dijo, señalando hacia arriba -¿recuerdas?

Quise preguntarle a qué se refería. El sol ya estaba oculto por la luna y la noche se había desplomado sobre nosotros.

Entonces fue que Laura gritó -¡No veo! ¡No veo!- antes de derrumbarse sobre la arena, demasiado rápido como para que alguien pudiera evitarlo.

ººº

Ahí comenzó la penumbra que continúa, mientras nos cruzamos la plazoleta de la aldea. El hotel se ve desierto desde aquí cuando pasamos. ¿Donde están los huéspedes? ¿Iban en el primer barco que salió? Siento ojos que nos siguen, los siento con insistencia y sé que los otros también. Nicolás lleva en el cinturón una pistola. La trajo de su casa. Nadie habló cuando lo vimos cargarla, mientras nos repartíamos nuestras magras defensas de carácter doméstico.

-¿Vas a usarla?- mi voz se oye rara cuando le pregunto, señalándola. Nicolás no parece el tipo de persona que tendría un arma en su casa, mucho menos alguien que sabría cargarla o tirar.

La expresión en su rostro es una respuesta más que elocuente, aún antes de que asienta una sola vez. Me recuerda que esto es guerra. Sin declarar abiertamente, pero guerra al fin. Los niños -- los suyos y Claudia, algunos más que no he visto desde hace no sé cuanto pero que estaban en la playa con sus familias- son lo que importa, pero más allá de encontrarlos (o no, aunque no lo menciona) hay que sobrevivir. Y no hay tiempo, ni para desperdiciarlo, ni para ganarlo.

- Podemos llevar caminando horas o minutos. O días.

Laura va por delante. Sus pasos son firmes, aún con su mano extendida. Dejamos atrás el centro de Finisterre, el Regata y la librería, la pequeña tienda de víveres, la iglesia. Y armados y temerosos, seguimos adelante, hacia la boca del bosque, en el sendero opuesto a la playa, donde la oscuridad se extiende entre la sombra de las hojas.

Y Finisterre, lo siento a cada paso dado, nos observa. Nos espera.
Y no sé, me aterroriza de pronto no saber, para qué.