jueves, 1 de noviembre de 2007

1. Anoche soñé que dejábamos Finisterre

Anoche soñé que dejábamos Finisterre.
Pude sentir que se movía el barco al salir a mar abierto, ver que la playa y las torres de la iglesia, los techos de las casas se iban haciendo cada vez más lejanos, bajo las nubes que se movían sobre nosotros, dando paso al amanecer que trataba de rasgar la mortaja de niebla asfixiante, para devolver la claridad a los días extraños que habían precedido nuestra huída.

Olí la sal y mi propio pánico, oí los alaridos de las gaviotas, circulares sobre nosotros al alejarnos, mis manos temblorosas al sentir que nunca más iba a volver ahí.

Entonces desperté, sacudido no por el barco, sino por los espasmos traicioneros de mi sueño inquieto y me encontré no en alta mar, sino de nuevo, bien despierto, en el salón de la casa con vistas a la playa, a los riscos, al oleaje incesante. La casa de Juan Luis y Bárbara Doménec, mis amigos, ahora quizá mi única familia. Una casa que estuvo de puertas abiertas y llena de risas todo el verano, pero que ahora, envuelta en la pálida neblina, se convertía en laberinto hostil de sombras y silencios.

Frotándome las manos heladas, caminé hacia la ventana doble que se abría a la terraza, la misma donde nos sentábamos los tres a jugar Monopoly con Claudia o a beber whisky después de la cena, a ver pasar a los vecinos en su andar cotidiano hacia la playa o el puerto; donde algunas tardes, durante la siesta, salíamos; Juan Luis a leer en silencio, repatingado en el sillón de mimbre y yo a escribir en esta misma libreta, entonces menos llena que ahora, sólo salpicada de frases sueltas, notas e ideas para una novela que no escribiré.

Supuse que faltaría poco para amanecer. Las seis de la mañana o las siete. Todos los relojes, desde el que llevo en la muñeca hasta el de la plazoleta, están parados desde entonces y aquí tenemos que inventarnos las horas del día, igual que tenemos que inventarnos otras cosas.

Inventarnos nuestras vidas en este lugar.

ººº

Para llegar a Finisterre primero hay que tomar tren o carretera hasta la punta más extrema al noroeste de la costa, hasta Cabo Norda y de ahí tomar un viejo ferry que hace el viaje dos veces al día hasta la isla. Hay quienes tienen sus barcos, yates y veleros en el puerto y los usan.
No hay barcos pesqueros que lleguen ahí, desde hace muchos años.

Esto me lo explicó Gabri, cuya familia había tenido propiedades en Finisterre desde que él podía recordar. Fue por él que los Doménec comenzaron a veranear ahí, luego los seguiría yo.

- Un día ya no hubo más peces qué pescar,- me dijo mientras enrollaba un cigarro de hachís, sentado en el césped de la parte trasera de su casa, mientras los demás preparaban la carne asada de un domingo - se acabaron, ve tú a saber por qué. Entonces fue que la gente comenzó a venir a la isla de vacances. No tenía caso vivir en un lugar donde no había pesca. Los pescadores volvieron al Cabo y vendieron sus chavolas. De esto hace ochenta años o más, ¿te das cuenta? Mi abuelo y otros compraron las propiedades a precios de risa loca y construyeron sus fincas, así como ésta. Eran anglófilos y petulantes...- se rió mientras se llevaba el porro a la boca y lo encendía -...quisieron hacer su propio village en la isla, enamorados del nombre, de la idea de que fuera el último rescoldo de la península, en pleno mar abierto. Veinte kilómetros en medio de la nada. Literalmente, el fin del mundo.

Gabri dio una calada y me sonrió.

- O bien, el culo del mundo. Podría pasarnos cualquier cosa y nadie, nadie, se enteraría nunca.

ººº

El primer verano que pasé ahí, yo tenía poco tiempo de haberme mudado a la ciudad del norte, a la que llegué harto de la capital, donde había estado en mis primeros meses de expatriado. Mis finanzas habían comenzado a resentirla y yo también.

No me gustaba tener que compartir piso con extraños, por muy amistosos que fueran. Sentir mi intimidad vulnerada día con día, aún pese a las buenas intenciones de los otros tres inquilinos del tercero sin ascensor en el centro de la ciudad donde yo había ido a parar, fue demasiado. Por eso a la primera oportunidad, tomé mis cosas y me escabullí de noche, sin ganas de volverlos a ver.

Conocí a Juan Luis apenas llegar al norte. Yo iba invitado al festival de cine local, para dar un ciclo de charlas sobre cine y literatura durante diez días. Nos presentaron en una cena inaugural y esa noche la terminamos con un colega suyo de la prensa local, Ricardo Reyes, los tres emborrachándonos plácidamente en un pub y luego, sentados en la acera, hasta el amanecer.
Hacia el final de mi estancia programada, después de pasearme a solas por el rompeolas y las calles de la ciudad -- más pequeñas y transitables que las de la gran metrópoli- ya había decidido que la segunda etapa de mi autoexilio, la iba a pasar en esa ciudad frente al mar.

-¿Estás seguro de lo que quieres hacer?- me dijo Juan Luis, mientras tomábamos una cerveza la penúltima noche de festival, mientras Ricardo bebía Ron con cola y miraba de uno a otro, más joven que nosotros, acaso por ello más atento a cada intercambio - Aquí no conoces a nadie.

- Bueno, a ustedes. Con eso me basta.

- Pero si no nos conoces de nada. ¿Cómo te arreglarás de dinero?

- Tengo un ingreso fijo y lo que llega de mi libro. Puedo hacer otras cosas también. Cocinar, lavar platos, qué sé yo. No me preocupa... aquí puedo vivir mejor que en la ciudad. Allá, si regreso, sólo me espera una pensión o volver a compartir piso y no quiero.

-¿Y tu país? ¿No piensas ir?

- No está en mis planes volver.

Juan Luis sonrió, no sé si a mí, o a Ricardo. - Pues no sé qué decirte. Si de verdad quieres quedarte...

Ricardo habló por fin, con una voz tímida, como parecía todo él a primera vista. - Eh... mi madre tiene un apartamento pequeño... es casi un estudio... si tú quieres le pregunto si te renta...

Así fue como llegué a la ciudad en la que ahora pienso como mi ciudad. Los Doménec fueron generosos conmigo. Bárbara, que me conoció en la ceremonia de clausura del festival, prácticamente de la nada me acogió en su casa y me llevó en un recorrido por el barrio en que me instalé, para conocer los sitios donde comprar comida, llevar la ropa a limpiar o tomar un café. Me ofreció que llamara a cualquier hora si tenía malestares ("los médicos estamos siempre de guardia") o si me sentía solo. Ellos fueron las primeras personas que tuve en mi casa a cenar.

Comenzamos a vernos, al paso de los meses, como amigos y junto con el joven Reyes, fueron siendo la gente que mejor me conocía en mi nueva vida. Fue por eso mismo que no dudé en aceptar cuando me invitaron un fin de semana a la isla con ellos.

ººº

Habían comenzado a rentar la casa cuando nació Claudia.

Por varios años, Gabri y Juan Luis habían trabajado juntos en la misma redacción y cuando el primero anunció que dejaba el diario para ser rentista y retirarse a Finisterre con su compañera, Marlene, su primer y más leal inquilino fue Doménec, totalmente convencido después de pasar un puente visitándolos ahí. Las casas, de dos plantas y construídas en un estilo peculiar, como el resto de las edificaciones locales, mezcla de villas romanas y residencias campestres británicas, estaban separadas por un prado extenso y tenían vista tanto del bosque, a sus espaldas, como de la playa y el mar al frente.

A lo largo de seis años, cada verano y por un mes, mis amigos pasaban ahí la temporada estival. Llegaban a mediados de julio con una caja de libros y dos maletas, mas juguetes para la pequeña; ahí, Juan Luis podía dedicarse sin culpabilidad por hurto de tiempo, a su ocupación secreta, la poesía y Bárbara recuperaba las muchas horas de sueño sacrificado por atender de modo incansable en la sala de urgencias del hospital central de la ciudad. Claudia podía correr por la arena y los tres pronto adquirían un tono moreno en la piel, que traían de vuelta a fines de agosto, a manera de souvenir de sus días de ocio.

- Te gustará aquí,- me dijo Juan Luis al recibirme esa primera visita, en el muelle - es un paraíso. - lo seguí, llevando mi mochila al hombro, contemplando las torres de la iglesia, el domo azul del centro cultural y las casas en blanco, amarillo y rosa, que salpicaban el borde del bosque y los riscos que desembocaban al mar. Lo oí hablarme de un lugar llamado la Atalaya, desde donde se podía ver toda la bahía, que iríamos a visitar esa misma tarde; también me contó de Nicolás y Alejandra, sus vecinos, ambos abogados, con niños cercanos en edad a Claudia. De las comilonas improvisadas por Gabri, del festival del mar, en el que participaban todos en la isla.

- Quizá, no sé...- dijo cuando vi asomarse los techos de mansarda de la casa por primera vez, totalmente ilógicos en el paisaje - ... creo que un día, cuando Bárbara y yo nos jubilemos, me gustaría venir aquí todo el año. Se siente una paz que no he encontrado en otros lugares. Hay quienes hablan de Tailandia o de otros lugares en el Oriente como verdaderos paraísos en la tierra. No lo discuto, pero aquí he encontrado todo lo que necesito. ¿Sabes? Cuando llega el día anterior a regresarnos, lo paso mal. Quisiera no tener que irme.

Ahora, tanto tiempo después (se siente como otra vida, como si hubiésemos sido otros) algunas veces, observo a Juan Luis cuando no nos mira. Veo cómo se ensombrece su rostro antes jovial. Cómo tiembla su boca, como arrepintiéndose en silencio de haber expresado su deseo.

ººº

Este verano Ricardo y yo llegamos a la isla la víspera del eclipse.

Lo habíamos venido planeando con muchos meses de antelación, desde que Doménec nos preguntó si teníamos idea de qué íbamos a hacer en julio. En mi condición de exiliado que vivía en vacaciones permanentes -- esto dicho por el propio Gabri cuando le dije que mi manera de ganarme la vida era la de escritor autónomo, vulgo freelancer- yo había recorrido parte de Europa y África del norte, viajando sin equipaje casi y tomando notas para esa elusiva segunda novela que se rehúsaba a materializarse del todo.

Supongo que en parte esto era en parte consecuencia del que me echaran a perder, simultáneamente, el cheque mensual depositado en el banco por los apoderados de mi familia y por las ventas del primer libro, una novelita de fantasía sobre un niño solitario llamado Lucio, caricatura de mi propia niñez, que una tarde -- como centenares de críos literarios antes que él- viajaba, junto con su única amiga, Olivia, otra niñita extraña, a través de la pared de su habitación de juegos para entrar a un lugar llamado Terra Occulta donde participaban en una revolución contra una horda colosal de monstruos y eventualmente era coronado Rey. Lo cierto es que no era nada particularmente interesante o creativo, pero de modo inexplicable había encontrado un público leal que había agotado cuatro ediciones e iba entonces por la quinta.

No me sentía presionado a escribir más. Ignoraba cordialmente los correos electrónicos de mi editor, que preguntaba si pensaba continuar la historia o hacer otra cosa, y viajaba o iba al cine o leía algunos libros en préstamo de la vasta biblioteca personal de Doménec. Cuando nos preguntó, yo había estado considerando volver a Roma, pero su mención del eclipse y la idea de pasar unos días en compañía me gustó. Ricardo se apuntó aún antes que yo a la invitación y acordamos llegar juntos por tren, para tomar el ferry de las dos de la tarde.

Juan Luis, con Claudia de la mano, estaba esperándonos, sonriente. Apenas bajamos del barco, la niña nos dio a cada uno unas gafas oscuras de plástico. - Son para ver el eclipse,- dijo.

-¿Lo has estado esperando?- le pregunté yo, buscando su esquiva mejilla para darle un beso. Claudia nos respondió con una sonrisa incompleta; había perdido un diente, luego asintió.

- Tendremos una fiesta para verlo. El día se convertirá en noche,- Juan Luis se veía tan entusiasmado como su hija - va a ser algo memorable.

Nunca, les dije mientras caminábamos hacia la casa por la vereda, cruzándonos con los vecinos de siempre, algunos ya con sus gafas oscuras, había visto un eclipse total de sol. En mi ciudad natal nunca había sido visible niguno, acaso por la contaminación. Siempre era mejor verlos en otros lugares. Finisterre, con su aire limpio y cielos despejados, sería perfecto. Beberíamos, celebraríamos, sí, ¿por qué no? Era verano. Cualquier ocasión es pretexto para celebrarlo, antes de volver a la realidad, a la rutina, a las obligaciones de la vida ordinaria. Recuerdo que me reí, antes de ponerme yo también mis gafas de eclipse.

ººº

Soñé algo esa primera noche en Finisterre.

Así como soñé anoche. Solo que mientras ese sueño de huir de aquí se rehusa a desvanecerse del todo, el otro sueño se disolvió de inmediato, en el sobresalto al despertarme, sin saber por un angustioso y largo instante dónde estaba, hasta que reconocí la luz en las ventanas, los cuadros perfilándose en penumbra y las formas del sofá cama donde yo dormía por las noches al quedarme con los Doménec.

Habría olvidado ese momento de la noche anterior a todo si no hubiera encontrado de pie, mirándome con un rostro serio e inescrutable, a Claudia en camisón, abrazada a un rinoceronte de trapo llamado Rúper, que era su compañero habitual. Me sorprendí de verla, no supe cuánto tiempo llevaba ahí, observándome dormir.

-¿Estabas soñando?- su sonrisa de niña me dio escalofríos, totalmente fuera de lugar con su mirada sobre mí - Yo también estaba soñando. Soñé lo mismo que tú.

Ahora Claudia no está aquí.
No sabemos dónde está.
Hemos buscado a todos los niños de la isla. Seguimos buscándolos.
No podremos irnos sin ellos.

Miré el amanecer pálido y raro, sin minutos siguiéndose el uno al otro.
Pensé entonces que quisiera preguntarle a ella qué soñó entonces. Qué sueña ahora.

Si eso que compartimos en secreto y que olvidé, nos ayudará a salir de Finisterre.


[continuará]

2 comentarios:

Viviana en vivo dijo...

Miguel:

Como siempre, fascinada con tu estilo y tu ritmo. Me encanta esta nueva idea y la estaré leyendo, como siempre.

Me gusta mucho por lo que dice pero también por los misterios que promete y plantea.

Encantada con tu nueva propuesta. Ya sabes que soy tu fansss número uno...

Besos

Champy dijo...

Me agrada la idea...

Me agarda el estilo....

Me agrada tu vida....

Cada cuado vamos a tener Finisterre?